Querida amiga, siento que me he caído en la madriguera de un conejo y que he aparecido de repente en diciembre de 2025.
A principios de este año, creé un vision board y me lo coloqué de fondo de pantalla para ser muy consciente de mis objetivos y no perderlos de vista.
Al principio lo miraba mucho. Cada día lo observaba durante un minuto, taladrando cada imagen con la mirada como si pudiera cumplirse solo por observarlo con mucha atención. Vamos, lo que viene siendo conseguir las cosas por pesada.
Con el tiempo, como imaginarás, me acostumbré a tenerlo de fondo de pantalla y dejé de prestarle tanta atención. Lo miraba de vez en cuando, pero había semanas en las que simplemente formaba parte del paisaje, como un fondo bonito.
Pero hace unos días, con eso de que se acerca el final de año y tendemos a hacer balance, lo miré con atención otra vez.
De todo lo que puse ahí, se habrá cumplido… ¿un 40%? ¿Un 50% siendo generosa?
Ojo, no me sentí mal ni medio segundo. ¡Mi vision board estaba lleno de cosas!
A mitad de año, yo misma decidí dejar algunos proyectos para 2026 en un ataque de realismo y cordura.
Otros no han podido ser porque ha sido un año en el que han pasado cosas malas en mi familia y he tenido que estar bien cerca, apoyando y ayudando, que es lo que toca. Por ejemplo, no he podido viajar lo que a mí me habría gustado. Todos mis viajes han sido para ir a Sevilla y estar cerca de los míos.
Y otros objetivos sí se han cumplido totalmente, ¡y estoy bien orgullosa de ello!
Pero, como te iba diciendo, el darme cuenta de que solo había cumplido un 40 ó 50% de las metas que reflejé en mi vision board no me hizo sentir mal ni es algo a lo que voy a darle muchas vueltas. Sin embargo, observando este tablero, me di cuenta de algo que llamó poderosamente mi atención:
Había otras metas que sí había alcanzado este año que no estaban en mi vision board. Logros que, además, para mí eran importantes.
No hablo de detalles menores. Hablo de metas de verdad: de cambios internos, decisiones difíciles…
¿Por qué esto no estaba ahí? ¿Acaso no lo deseé? ¿Acaso decidí que eso no era digno de estar en una lista de metas?
Y justo en esos días en los que empecé a tirar de ese hilo, el tiempo hizo una cosa rarísima.
Quizás esto ya lo sepas (porque lo conté en un Reel), pero hace poco, en mi última visita a Sevilla, me traje de vuelta el que fue el libro más importante de mi infancia. Se llama “El secreto de la arboleda”. Me lo regalaron mis padres cuando tenía 6 años y durante mucho tiempo fue el único libro que tuve, así que lo leí una y otra y otra vez.
Alguna vez te he contado que vengo de una familia extremadamente humilde. Comprar un libro era un lujo. Además, vivíamos en un barrio semi-marginal muy mal comunicado con el pueblo al que pertenecía. La biblioteca pública nos quedaba a un par de kilómetros y había que atravesar un descampado para llegar hasta ella, así que no era una opción.
A mí me encantaba leer, pero tenía que conformarme con el único libro que tenía.
Lo leí tantas veces que habría jurado que me lo sabía de memoria.
Guardo tan buenos recuerdos de ese libro que estaba deseando que mi hija cumpliera 6 años para leerlo con ella. Y eso es lo que me dispuse a hacer unas noches atrás. Íbamos por la página 12 cuando de repente el protagonista dice que está solo porque todos sus amigos se han ido de vacaciones, incluido su amigo Ricardito, que está en su castillo de Igualada.
Me quedé de piedra.
Igualada es precisamente el lugar en el que vivo ahora. He vivido en Sevilla toda mi vida, hasta bien entrada mi etapa adulta. Si ahora vivo en Igualada, a mil kilómetros de mi familia y de mis amigos, es solo porque me apunté a un curso online de fotografía en el que había un alumno muy simpático que resultó que terminaría siendo mi pareja y que vivía en Igualada.
Yo habría jurado que no había escuchado mencionar ese lugar hasta que lo conocí a él, y, sin embargo, debí leerlo decenas y decenas de veces a lo largo de toda mi infancia.
Lo que me fascina de todo esto es que en El secreto de la arboleda se podría haber mencionado cualquier otro lugar en el mundo. Pero solo se menciona uno: Igualada.
Yo podría haber tenido cualquier otro libro de pequeña, o haber tenido muchos más libros y que este no fuera una lectura tan importante ni tan repetida para mí.
Yo podría haberme apuntado a cualquier otro curso online, o a cualquier otra edición de ese mismo curso, y no haber coincidido con Manel, mi pareja.
Y Manel, cuando decidió independizarse y buscar piso en un sitio diferente al que vivía con sus padres, podría haber terminado en cualquier otro pueblo o ciudad de Barcelona.
¿Comprendes las vueltas de campana que me dio el cerebro cuando llegué a esa frase de la página 12?
Para colmo, la estaba leyendo con mi hija de 6 años (la misma edad que yo tenía la primera vez que leí el libro), y que es nacida en Igualada.
No pude evitar sentir que el tiempo se plegaba como un acordeón. Mi yo niña y mi yo mujer se estaban encontrando en una línea de la página 12 de un libro. Y a la vez, mi hija de 6 le daba la mano a mi yo de 6, mientras leían el mismo libro, una en Igualada y la otra en Sevilla, unidas a través del tiempo y la distancia.
Más allá de las mil hipótesis mágicas en las que podría caer, una cosa está clara:
El cerebro infantil no archiva lo que sucede como un adulto. No separa ficción, lugar y emoción. En algún momento, debí asociar Igualada con una especie de refugio emocional. Cuando me hice adulta, no recordaba ese nombre, pero me había dejado una marca afectiva. En mi cabeza, de algún modo, Igualada quedó registrada como un lugar seguro simbólico.
Y muchos años después, cuando volví a escuchar ese lugar y se puso sobre la mesa la posibilidad de que yo me mudara aquí, la idea encajó en mi cabeza, porque era una pieza que ya estaba en mí. Era una decisión vital que estaba alineada (unida por un hilo invisible) a mi yo niña. Coherencia en estado puro.
Pero esto no es lo único que ha pasado en los últimos días que ha hecho que sienta que el tiempo se pliega como un acordeón.
La semana pasada murió el que, por muchos años, fue el alma de mi grupo favorito, el único grupo del que he tenido todos y cada uno de sus discos, el grupo que escuché durante mi adolescencia sin parar, el grupo que más veces he visto en directo. Sus canciones han sido la banda sonora de una época completa de mi vida.
Sin embargo, llevaba unos años sin escuchar su música. Tus gustos evolucionan, la vida te atropella un poco, te haces madre… y te pierdes un poco por el camino.
De repente, con su muerte, me han vuelto a inundar sus canciones. Y con ellas, mis recuerdos del pasado.
Y de nuevo se ha plegado el tiempo. Me he encontrado con mi yo de 20 años. Déjame precisarlo un poco más: me he sentido como mi yo de 20 años. Y al sentirme así, me ha quedado claro, por contraste, cómo no me he sentido en mucho tiempo.
Muchas veces en los últimos años, he pensado que estaba triste. Pero no era eso. Es que no me sentía nítida.
Como cuando una imagen no está desenfocada del todo, pero tampoco está limpia. Como si me viera a través de un cristal empañado.
Al reencontrarme con esa versión mía más joven, más soñadora, con menos miedo, con menos cosas que perder…. y compararme con mi yo de los últimos años, el contraste fue brutal.
Me di cuenta de cuánto me había ido adaptando a todo: a la maternidad, a la presión por sacar un negocio adelante…
Han sido años de intentar no fallar, no caer, no perder lo que ya había conseguido….
Es algo tan sostenido en el tiempo y tan paulatino que no te das cuenta. No te despiertas un día y dices: vaya, me estoy desdibujando.
Simplemente vas priorizando. Ajustando. Cediendo espacio. Haciéndote pequeña…
2025 ha sido un paulatino volver a mí, un dibujar mis contornos de nuevo, un volver a sentirme nítida.
Creo que ese ha sido mi mayor logro y me resulta curioso que no reflejara nada al respecto en mi vision board.
Quizás a ti te pase lo mismo estos días, que te te pongas frente a tu lista de metas, veas que hay muchas que no has cumplido y, sin embargo, para tu sorpresa, descubras que has alcanzado cosas que ni siquiera te habías propuesto.
¿Acaso están mal hechas esas listas o esos vision boards?
Sinceramente, creo que no.
Creo que eran listas honestas con las personas que éramos a principios de 2025. Con nuestros miedos, y sueños, y prioridades, y pensamientos.
De hecho, creo que precisamente el sentir que esa lista no nos encaja del todo ahora, en diciembre de 2025, es la señal más clara de que hemos crecido. Porque si 12 meses después, esa lista se nos ajustara como un guante, no habríamos evolucionado en absoluto.
2025 ha sido el año en el que dejé de huir del ruido para preguntarme ¿quién quiero ser yo en mitad de todo esto?
Si recuerdas mis episodios de 2024, yo venía de una crisis profesional muy fuerte porque sentía que había mucho ruido a mi alrededor, muchas opciones, mucha competencia, de repente mucha gente que no sabía ni de dónde había salido… Y mi impulso inicial fue apartarme o buscar otro camino.
En 2025 no he huido. He afianzado este camino. Y he vuelto a dibujarme, a dejarme hacer sin sobrepensar tanto, a conectar mucho más con la creadora que llevo dentro.
Esto no estaba en ninguna imagen de mi fondo de pantalla. Pero ha estado presente en cada decisión pequeña de este año. En cada sí y cada no.
Y como en la página 12 de El secreto de la arboleda, y como en el verso de alguna canción, la niña y la madre, la creadora y la pensadora se han dado la mano por fin. Porque aunque hayan estado distanciadas, en realidad siempre estuvieron unidas por el hilo invisible del tiempo.
Y ahora que venga 2026 con lo que quiera. Porque antes de pedirle nada al futuro, yo necesitaba estar entera. Y recordar que…
“Agarrada, un momento, a la cola del viento, me siento mejor.
Me olvidé de poner, en el suelo, los pies y me siento mejor”.
Feliz Navidad, amiga mía.
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