La idea era hacer una foto que me sirviera para un cartel promocional de las sesiones de boudoir especiales para febrero. Quería construir una imagen impactante e irresistible, algo que se convirtiera en un reclamo instantáneo para las mujeres. Quería que al verlo se sintieran mágicamente atraídas por la idea de aparecer de un modo similar en mis fotos. Quería erigirme como ejemplo de sensualidad para que se lanzaran en tropel a reservarme este tipo de sesiones. Quería hacer las fotos y posar como nunca. Quería ser una mujer neón, un reclamo llamativo, un punto cegador de luz en mitad de la noche. Quería ser lo que no soy…
No me hizo falta mucho tiempo delante de la cámara para darme cuenta de que no existe un pack enlatado que venda sensualidad y eterna juventud a precios de saldo. Nuestra forma de ser, particular, única y distinta a la de los demás, tiene un porcentaje demasiado alto como para que resultar atractivo obedezca a un manual de poses y gestos. No es como montar una silla de Ikea. Las mismas instrucciones no sirven para todo el mundo. Quien se sienta en la silla determina la forma de ésta y no al revés, del mismo modo que la personalidad de cada uno hace que su atractivo asome por lados distintos.
Eso es lo genial de hacer fotos. Me encanta mirar a lo ojos de las personas a las que voy a retratar y descubrir qué les hace especiales, como quien va pasando las páginas de un libro hasta llegar al nudo de la historia.
Y eso mismo hice conmigo: dejar de ver espejismos y ecos de neón para darme cuenta de que soy ese cartel pequeñito que asoma tímidamente en un rincón del escaparate, más discreto, menos deslumbrante pero más real. Esta es la foto que finalmente salió.