
Querida amiga, nos hemos quedado sin tiempo.
Y ojito: no porque tengamos demasiadas cosas que hacer, sino porque ya no nos permitimos “perderlo” (y lo digo entre muchas comillas) aprendiendo.
Te confieso algo: me alegra profundamente haberme acercado a la fotografía y al vídeo mucho antes de emprender, antes de que explotaran las redes sociales, antes de que todo tuviera que ser útil, monetizable y urgente.
Porque eso me permitió aprender desde otro lugar. Sin reloj. Sin presión. Con curiosidad y con amor.
Aprender por el puro placer de aprender. Y no para convertirlo en contenido ni subirlo a ningún lado. Sino para saborear el proceso.
Hoy, en cambio, veo a tantas emprendedoras que sienten que si dedican media hora a entender cómo funciona su cámara, están perdiendo el tiempo.
Que si pasan dos horas testeando una nueva herramienta de edición… es demasiado. Muy a menudo escucho cosas como: “Es que en hacer un Reel he estado un día entero.”
Pero no es verdad. Gran parte de ese día no se fue en hacer un Reel. Se fue en aprender algo que no sabías hacer.
Y ese aprendizaje no caduca al día siguiente. Te acompañará en adelante.
Lo que pasa es que ya no tenemos paciencia para eso. Vivimos en la tiranía de la utilidad inmediata. Todo tiene que servir para algo. Y tiene que servir ya.
Sin digestión. Sin profundidad. Sin proceso. Sin pasarlo por nuestro filtro interno…
Y así nos luce el pelo.
Cada vez hacemos las cosas más por salir del paso. Más deprisa. Y más planas.
Decimos cosas como “estoy abrumada”, pero eso que tanto te abruma aprender… ¿de verdad es por lo difícil? ¿O es porque quieres aprenderlo en 5 minutos?
Quizá lo que te agobia no es el volumen. Es la falta de espacio para procesarlo.
Queremos ir de la A a la Z sin pasar por las letras intermedias. Y si puede ser, sin digerir nada.
Yo no podría hacer este podcast si no me permitiera ese tiempo y ese espacio de digestión interna. Mis episodios no se crean en un rato.
A veces escribo una idea en una libreta. Después aparece otra una semana después mientras camino. Unos días más tarde me doy cuenta de que hay algo que las conecta… No sé cuánto tardo en escribir un episodio. Porque no mido el tiempo que pienso, que siento, que proceso, que digiero, que conecto…
Y, la verdad, no quiero medirlo.
Claro que podría sentarme y escribir cualquier cosa en media hora. O incluso pedirle a chatGPT que me lo escriba en 2 minutos. De hecho, ya sabes que muchas de las newsletters que te llegan hoy en día están escritas por chatGPT (ojo, las mías no)… Pero no solo eso: es que ni siquiera hay un mínimo de filtro humano que matice y enriquezca lo que ha generado esa IA.
¿Y sabes qué? Que se nota muchísimo.
Que se siente con todos los poros de la piel cuando algo no nace de un proceso de digestión interna, que es más lento pero tiene más sentido.
¿Queremos hacerlo todo rápido e implicándonos lo menos posible? Venga, hagámoslo todo con chatGPT y que las redes se queden vacías, solo máquinas hablando con otras máquinas. Que sí, que sí, que te resulta muy rápido que chatGPT te lo haga, pero… ¿por qué querría yo consumir un contenido que ni tú misma has querido crear?
¿Por qué tengo que tomarme yo la molestia de ver o leer algo en lo que tú no te has tomado la molestia de aportar nada? Quieres mi tiempo y mi atención, pero no estás dispuesta a darme el tuyo.
Sé que sueno como una hater de la Inteligencia Artificial, y para nada lo soy. Soy hater del lugar desde el que la estamos usando, soy hater de lo vacío y lo plano, soy hater de que pretendas que me interese algo que no te interesa ni a ti misma.
Cuando un texto o una idea no ha pasado por el cuerpo, se nota.
Yo prefiero tardar, equivocarme varias veces en el proceso, aprender algo que se va a quedar siempre conmigo y que me lleve un día entero si hace falta, si eso significa que el contenido que me nace es de verdad.
Porque cuando cojo la cámara con mis manos, soy muy feliz. No solo por las imágenes que salen, sino porque paladeo el proceso. No dejo que la tiranía de lo útil me convenza de que estoy perdiendo el tiempo. Nunca. Y te prometo que lo siento como una gran victoria.
Te cuento algo muy desagradable que me pasó hace unas semanas mientras grababa una de las clases de Up and Roll.
Verás, la clase en cuestión realmente ya estaba hecha, grabada en mi cocina, con un plano fijo muy bonito y muy cuidado hablando a cámara.
Pero algo dentro de mí me decía que debía salir a grabar algunos planos al campo porque el resultado sería mucho más inspirador para mis alumnas y les facilitaría y enriquecería su proceso de aprendizaje.
¿Hacía falta estrictamente? No. ¿Me iba a llevar más tiempo y más esfuerzo? Sí. Claramente sí.
Pero, de nuevo, si solo me enfoco en lo que me es útil y es rápido, no haría la mitad de las cosas que hago. Y sí, puedes pensar que trabajaría menos y sería más rentable. ¡Pero tal vez no! Porque a la gente no le llegaría mi trabajo de la misma manera. Y es más: ¡a mí misma no me llegaría de la misma manera! Viviría condenada a esa zona gris en la que lo que hago no me hace cosquillas en la barriga.
No quiero hacer solo lo que es útil, rápido, inmediato… Porque entonces me pierdo lo mejor de lo que hago.
Así que nos fuimos los tres (mi pareja, mi hija y yo) a las afueras del pueblo, a un camino lleno de margaritas y de amapolas, muy popular en la zona porque es ideal para caminar unos buenos kilómetros y estar en contacto con la naturaleza sin irte muy lejos.
El campo estaba precioso. Este invierno ha sido especialmente lluvioso, así que la primavera nos recibió con un despliegue vegetal apoteósico. Nada más bajar del coche, empecé a grabar. Un camino por aquí, unas flores por allá…
Un poco más adelante, encontré unos maizales y me entretuve grabando entre los caminos que dibujaba el maíz, como si fuera un laberinto. Mi hija, que tiene 5 añitos, correteaba y se escondía entre los maizales, yo la perseguía, salíamos corriendo muertas de risa… Y mientras tanto, iba grabando. Salieron unas tomas increíbles. Fue un momento de creatividad y conexión maravilloso.
A la vuelta, íbamos caminando hacia el coche dentro de nuestra pequeña burbuja de felicidad cuando de repente la burbuja estalló. Exactamente igual que una de las ventanas de nuestro coche.
Nos habían robado.
Nos rompieron el cristal. Se llevaron una bolsa con parte de mi equipo fotográfico (por suerte, algunas cosas las estaba utilizando y las llevaba encima), y un bolsito de mi hija con juguetes.
Ella se llevó un disgusto enorme porque en su cabeza aún no tiene espacio la maldad y le resulta incomprensible.
¿Por qué un adulto le robaba sus juguetes si ella no había hecho nada? ¿Por qué a su mamá le quitaban sus herramienta de trabajo si con eso lo único que intentaba es ganarse la vida? Se me rompió el corazón viéndola llorar.
Y habría sido muy fácil conectar en ese momento con la idea de que eso que había pasado era una señal. Que no debería haber ido a grabar todos esos planos extra. Que era demasiado esfuerzo. Que no merecía la pena. Que no era rápido ni fácil ni rentable y encima había perdido el dinero del material que me habían robado.
Pero, mira, no.
Porque si empiezo a pensar que lo que me hace vibrar está mal, que lo que lleva tiempo no vale, que lo que no es rentable al instante no merece existir…
Entonces ya me lo han robado todo.
No estoy dispuesta a que las prisas, la economía de lo útil ni un desalmado me roben el placer del proceso, por mucho que a veces pueda ser desafiante y me pueda generar dudas o miedos que podría saltarme.
Y relacionado con esto, me viene a la cabeza algo que leí en un libro, y que se quedó conmigo:
“Si nos resulta demasiado difícil permanecer plenamente en el momento presente es porque el silencio nos está diciendo algo que todavía no estamos preparados para oír.
Cuanto más evitemos mirarnos a nosotros mismos con sinceridad, más alto nos hablarán nuestros mundos interiores.
Cuando encontramos el valor para mirar a los ojos de nuestros demonios el tiempo suficiente, estos se desmoronan y se convierten en niños llorones que no hacen más que suplicarnos que los liberemos.”
Quizá por eso evitamos el proceso. Quizá por eso queremos que todo se haga ya. Porque si paramos, el silencio nos habla.
Y no siempre nos gusta lo que tiene que decirnos.
Pero cuando encuentras el valor de sostener ese proceso, de quedarte un rato más con tu incomodidad y con tu aprendizaje lento, aunque no parezca útil ni rápido ni rentable, algo cambia.
Y ese tiempo que parecía perdido, ese tiempo que no se puede medir, resulta ser el único que verdaderamente te transforma.
Recuerda que también tienes la opción de escuchar estos episodios en mi podcast en vez de leerlos. ¡De hecho, te lo recomiendo porque la experiencia es mucho más potente!
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