Morir de éxito también es morir
Corría el mes de septiembre cuando decidí, por primera vez en todos estos años, que no era el momento de volver al blog. Que no podía ni debía retomarlo aún. Para alguien como yo, más papista que el Papa, no fue una decisión fácil. Sentía que estaba cayendo en una incoherencia profunda, que estaba traicionando todo eso que he venido promulgando por aquí durante tanto tiempo. La constancia. La regularidad. La frecuencia… Para entonces, yo andaba convertida en una suerte de Rapunzel de barrio. Después de un año y medio trabajando a destajo, sin encontrar un par de horas para ir a la peluquería, mi pelo ya había llegado a la zona alta del culamen y amenazaba con estrangularme en un descuido nocturno. Yo creía que en verano al fin podría descansar y hacer todas esas cosas que llevaba meses posponiendo por culpa de mis jornadas maratonianas: cortarme el pelo, matar al mostruo de pelusas que había empezado a vivir debajo de la cama, llevar el aceite usado a un punto limpio, ordenar el trastero y mi vida… Lo normal. Pero no. No fue así. Había una maraña de trabajo formándose en la sombra: clientes cuyos proyectos requerían más atención